Comentario sobre Paisaje
En este óleo sobre tela sin fecha, el artista Narcisse Díaz de la Peña presenta un paisaje exuberante encontrado sin duda en las inmediaciones del bosque de Fontainebleau.
Díaz inicia su carrera realizando decoraciones en porcelana para luego inspirarse en los maestros que disfruta contemplando en el Museo del Louvre. Copia sobre todo a Correggio, observa sus tonos cálidos y brillantes, que lo orientan hacia una pintura llena de encanto, poblada de mujeres, flores y perros siempre sorprendidos en una escenografía boscosa (
Folles filles, Musée du Louvre, París).
Influenciado asimismo por el orientalismo de Eugène Delacroix y la fogosidad colorida de Alexandre-Gabriel Decamps, hacia 1830 Díaz de la Peña comienza a experimentar con la pintura de paisaje puro al tomar contacto con los pintores de Barbizon. Si bien presta un interés preciso al motivo del árbol (
Les hauteurs du Jean-de-Paris, 1867, Musée d’Orsay, París), se impone ante todo como un gran colorista, adepto a los tonos vivos, a los estremecimientos luminosos y al
tachisme. El artista siente predilección por las vistas despejadas de extensiones solitarias. También está enamorado de los esplendores atmosféricos que cautivan al caminante en un recodo del sendero, como prueban estas palabras del historiador de arte Henri Focillon: “A veces, Díaz se aventura fuera de los bosques: acumula sobre un taciturno horizonte de llanura nubes repletas de trueno, cielos de diluvio aterradores” (1). Un ejemplo de ello es este paisaje, que ingresó al MNBA gracias a la donación de la familia Guerrico.
¿Sucede este cielo prodigioso a la tormenta? ¿Se trata de un amanecer estival? ¿De un atardecer? Ninguna indicación ayuda a definir el momento preciso en que el pintor se abocó a pintarlo. Un primer plano
repoussoir heredado de la pintura holandesa del siglo XVII contribuye a realzar un cielo constelado de tonalidades ardientes.
Sobre ese fondo de una claridad deslumbrante se destacan siluetas de árboles.
Tratados a la manera naturalista, con materia y empaste, atrapan la luz enfrentándola a la vez y construyen la estabilidad de la composición.
Además de los elementos naturales que componen el cuadro, no debemos dejar de descubrir en él, con mirada atenta, la presencia de un pequeño personaje perdido entre los parpadeos de toques coloreados. Díaz acomoda a su recolector de ramas secas vestido de rojo en esta naturaleza trémula, cuyos juegos de luces aplastan lo humano. Si en sus obras de espíritu orientalista daba consistencia a los cuerpos y los envolvía en una selva protectora donde el equilibrio estaba armónicamente calibrado (
La descente des Bohémiens, ca. 1844, Museum of Fine Arts, Boston), en sus paisajes puros, pintados del natural, impone por el contrario la visión propia de la
École de la Nature, que proclama la supremacía de la naturaleza sobre el hombre. Está más “atento a los árboles, a las sombras, a la luz, a los reflejos de las ramas en el agua del charco” (2). Alrededor de 1835, Díaz conoce a Théodore Rousseau, quien lo inicia en la observación “anatómica” de la naturaleza y le inculca la proeza del claroscuro. Pinta entonces los lugares ya frecuentados por sus compañeros de Barbizon –Bas-Bréau o las gargantas de Apremont–, recorre a pie caminos del bosque, escala rocas (
Rochers de la Belle Epine, 1840-1845, Intendencia de Fontainebleau) y extrae con su pincel la magia de los charcos y los claros (
La mare au gamin agenouillé, 1870, Musée d’Orsay, París).
Con sus composiciones de luces intensas y sus alquimias pictóricas, Díaz de la Peña se instaura como mentor de todo un linaje de artistas. Entre ellos se distingue el pintor Adolphe Monticelli (1824-1886), cuyas investigaciones sobre los contrastes luminosos coloreados y el trabajo con pinceladas separadas desembocarían en las experimentaciones impresionistas.
por Marie Lesbats
1— Henri Focillon, La peinture au XIXe siècle. Paris, Flammarion, 1991, t. 1, p. 352.
2— La forêt de Fontainebleau, un atelier grandeur nature, cat. exp. Paris, Réunion des musées nationaux, 2007, p. 93.
Bibliografía
2006. BALDASARRE, María Isabel, Los dueños del arte. Coleccionismo y consumo cultural en Buenos Aires. Buenos Aires, Edhasa, p. 157-158.